Frente a Olmedo hay que redoblar la militancia y las alianzas. No puede ser él la síntesis de nuestras contradicciones, porque aunque quizá tenga un valor lógico tal razonamiento, el resultado será un mar de sangre, una guerra civil.
Las
universidades han tenido el protagonismo en la conformación de los estados
sudamericanos; Chuquisaca, Córdoba han sido las sedes donde se formaron los
hombres de la política en los inicios de la liberación. También Europa formó a
varios de nuestros líderes de aquella incipiente nación.
La
virtud de una formación universitaria es la de inscribirnos en líneas
históricas de pensamiento donde la palabra incardina el canon, pero también la
palabra propugna qué nuevos hilos
históricos se inaugurarán. El estado de derecho, la separación del hombre del
estado natural, está determinado por la inscripción en el universo simbólico,
es por esta lucha simbólica que se logra imponer una u otra cosmovisión del
mundo a los estados que se gobiernan.
No hay
lucha justa que sea absoluta, toda justicia tiene, como diría Nietzsche, un
inicio inconfesable, todo lo que es justo lo fue a partir de que un símbolo
asumió el protagonismo como resultado de luchas de diversas fuerzas por asumir
el poder. Mientras la batalla se mantenga en el campo de lo simbólico no habrá
guerra. Pero la existencia de parlamentarios como Olmedo pone en duda tal
posibilidad porque su lenguaje es belicista, si uno lo interpreta con no mucho
esfuerzo.
Quienes
sostienen el llamado estado de derecho son personas necesariamente instruidas
en ese pensamiento histórico, tomando partido del bando que crean justo, pero
inevitablemente instruidas. El resto de las personas que componen el Estado,
sobre todo en Argentina, practican una soberanía cortesana de intrigas y
correveidiles, de trabajadores y trabajadoras avezados, pero con una idea muy
irresponsable respecto de lo que significa la constitución de un Estado. De más
está decir que tal situación sucede por el bajo acceso a la educación en
nuestros pueblos y eso es sin duda una deuda pendiente.
Olmedo
les habla a ellos, a los más, a los que sienten que las mismas causas explican
a un ladrón de celulares que a un millonario que fuga miles de millones de
dólares de una Argentina necesitada de dólares. Olmedo les habla a los millones
que integran las iglesias evangélicas[i] cuya condición,
aturdidos por la conjunción de un lazo social roto por las contradicciones
inevitables del régimen estatal histórico y la promesa falaz de ahorrarles el
sufrimiento, los convierte en seres sin lenguaje propio.
Olmedo no sabe hablar, es un Macri morocho, no sabe hablar
porque su vocabulario es necesariamente escaso, es el vocabulario de quien
manda que le obedezcan. Distinto es el vocabulario de los hombres y mujeres de
la política, los que negocian, los que negocian los destinos del país, de sus
políticas internas y externas, ellos tienen un vocabulario amplio pues diversos son
los grupos con los que deben negociar.
Qué pena terrible, qué miedo, a los Olmedo, a los que no
sabiendo que serán presa de su inoperancia tienen hoy posibilidades
dirigenciales. Miedo a los que lograrán, si triunfan, derrumbar un país que
hace apenas tres años era la promesa de un futuro mejor para los más, para los
que no saben a quiénes votan, los
consumidos, los vueltos mercancía, los
desalmados a los que les han expropiado el alma a fuerza de las contradicciones de un
sistema que licúa el lazo social. De ninguna manera podría ser para mejor una
alternativa como los Macri o los Olmedo.
Ellos celebran la justicia por mano propia, ellos niegan los
derechos humanos, ellos quieren ser obedecidos, quieren forjar un orden social
en el cual sólo su palabra valga y al resto se les dará prisión o muerte. ¿Cómo
hacer para que ésta no sea la alternativa? No se puede hacer nada. Nada más que
seguir insistiendo. Porque no llegamos hasta aquí a través de cálculos
racionales tampoco saldremos de aquí por ese método. Por eso las alianzas deben
ser generosas, el límite es la no-política, el absolutismo, la no-palabra. La
condición de la palabra es la disidencia, ese resto por el que a fuerza de
insistir se cuela lo reprimido.
Tenemos un estado aún con instituciones sólidas pero se
están vulnerando límites que nos arrojarán más tarde o más temprano a la
anomia, existen además fuerzas políticas que en su pretensión revolucionaria
empujan a sus militantes a una lucha que de acrecentarse su fragor pronto
llevará a la lucha armada y en ella perdemos. Somos un estado de paz, podemos
hacer mucho aún por restituir el orden institucional, nos unamos, seamos
capaces de dejar de lado esas firmes convicciones de nuestro ortodoxo estudio,
de nuestra orgánica y avancemos juntos para que el resultado de nuestras
contradicciones no sea un Olmedo, un sociópata; seamos capaces de no rendirnos
ante conclusiones lógicas si sabemos que la razón perseguida hasta sus últimas
consecuencias destruirá lo que tanto nos ha costado construir. Eso es un
psicótico, un ejercicio impecable de lógica que no encuentra su semántica.
Elegí al diputado nacional Olmedo porque en estos días está
figurando en los pasquines mediáticos como la gran esperanza blanca, mi deseo
no es excluir a esos hombres que piensan como él, mi deseo es que aún en la
lucha contra ellos, podamos encontrar un punto en el que un significante los
oriente a ellos para que nos incluyan a nosotros, para que puedan vernos.
Después de todo somos el país que condenó a sus genocidas a cárceles de por
vida, no a la pena de muerte.
[i]
Me refiero a las evangélicas
porque ellas son la caricatura de lo que puede significar en un corazón
desprevenido la religión en general. No me pronuncio contra la religión, sino
contra los motivos que un ser humano habitante de nuestro suelo hoy tiene para
llegar a profesar una fe determinada. Conozco sin embargo hombres y mujeres que
asisten a su fe con una claridad manifiesta lejos de la confusión reinante, la
psicosis generalizada.
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